miércoles, marzo 07, 2007

UNA DEUDA PENDIENTE.



Me parece inoportuno e inapropiado preguntarse a cada instante el por qué suceden las cosas. Sin embargo, a raíz de lo que me sucedió esta mañana… Me pregunto ahora: ¿Qué tan conveniente es no preguntárselo?
A menudo me despierto a las ocho en punto de la mañana. Hoy no fue la excepción. A pesar de eso, antes de salir de casa noté que las llaves de mi vehículo no estaban en el lugar de costumbre. Enseguida y por culpa de sus hábitos, sospeché de mis dos gatos: “Berlín y Foster”, pero descarté la posibilidad al recordar que habían muerto hace quince años.
El tiempo seguía transcurriendo y mi hora de entrada al trabajo se me venía encima como una suerte de avalancha. Decidí que ya era tarde para seguir escudriñando entre la ropa sucia y otros puntos absurdos donde pudieran estar mis llaves; decidiendo así, usar un taxi.
Al bajar, noté con extrañeza que el tráfico habitual de la hora no estaba en su sitio. La avenida marchaba al ritmo de un día festivo. Miré la hora en mi reloj para cerciorarme de no haberme adelantado al despertador, sin que éste fuera mi caso. Como es normal, revisar la hora en un reloj no toma sino algunos segundos. Hago la referencia por el hecho que al levantar la mirada, ya estaba ahí… Aguardando a que me subiera. No me percaté en qué momento llegó, fue tan repentino como la mismísima muerte. Era el único taxista por los alrededores. Tuteándome me preguntó si quería ir a algún sitio. De inmediato rechacé la propuesta respondiéndole con un tono más bien indiferente y desconfiado; alegando que estaba esperando a alguien.
Me pareció sospechoso que el conductor insistiera en llevarme. A pesar de que su rostro se me hacía familiar, pensé por un momento que se trataba de una especie de “secuestro express” o algo parecido. Por segunda vez rehusé su oferta, aunque en ésta imprimiéndole un tono más enérgico a mi negativa.
Sin quitarme la mirada de encima, el sujeto adelantó lo suficiente como haciendo amagos para marcharse. En ese momento me percaté que en el asiento trasero, alguien había dejado una billetera olvidada. Convencido de que el chófer no la había visto, entendí que la suerte estaba a mi favor y le pedí que se detuviera para subirme a su taxi.
Durante el trayecto, no hice otra cosa sino permanecer en perfecto silencio. Yo viajaba sentado sobre la billetera resguardándola del chofer, evitando así que éste pudiera verla a través del retrovisor.
A solo unos metros de mi oficina, el taxista se detuvo a un lado de la calle con suma precaución y me recordó la tarifa por sus servicios. Lentamente sujeté la billetera extraviada y la guardé en uno de los bolsillos vacíos de mi pantalón. Casi con el mismo movimiento saqué la mía del otro bolsillo para así poder pagar la tarifa planteada.
Con dinero en mano, El chófer no me dio la oportunidad para agradecerle sus servicios; prácticamente desapareció entre la desolación de la calle como un disparo al vacío. Su manera de conducir me evocó el accidente del cual fui víctima, consecuencia de un taxista que conducía con el mismo criterio de irresponsabilidad. A pesar del mal rato de entonces, le resté importancia a mis recuerdos y aceleré el paso. Mi hora de entrada estaba literalmente rozándome los talones.
Como si no fuera una decisión propia, me detuve por acto reflejo. ¿Cómo supo éste señor dónde trabajaba si nunca lo mencioné? Sin una respuesta sensata a la mano, le resté importancia y supuse que si le había dado la dirección.
Enseguida saqué la cartera olvidada de mi bolsillo y la abrí para contar el botín: Cinco billetes de cien bolívares perfectamente acomodados era el único capital del descuidado. Acto seguido me pregunté: ¿Quién anda por la calle con cinco billetes de cien a estas alturas del año 2007? Considerando que el billete de menor denominación es de mil y éste no alcanza ni para confites de segunda en algún kiosco de esquina. La curiosidad se interpuso ante mi puntualidad y seguí revisando la billetera.
A medida que hurgaba, se incrementaba la familiaridad por las cosas que ahí se encontraban. Tanto, que supe el lugar preciso en donde encontraría los documentos del dueño.
Mi corazonada era cierta, aunque adversa a mi credulidad. Reconocí que esa billetera era mía, también sus documentos. Era la misma que portaba esa mañana de agosto del 92. Me aterraba la coincidencia de que un día como hoy hace quince años en el taxi donde viajaba, salí disparado a través de la ventana a la misma velocidad con que el vehículo se estrellara a toda marcha contra el poste del alumbrado que aún se encuentra a solo unos metros de mi oficina.
De ese episodio, solo recuerdo haber despertado en una cama de hospital. De mis pertenencias nunca más supe de ellas; y del taxista, recuerdo perfectamente haber leído en la prensa que había fallecido al igual que su pasajero lo hiciera veinticuatro horas después en un Hospital situado al este de la ciudad.